30.6.09

Ana ya no vive aquí.

Ya no duermo debajo de un árbol.
Ya no tengo sobre mi cabeza el cuello precioso de esa mujer, ni las tetas de Lee Miller, ni el metro de Londres (¿cuándo dejé de llamarlo Tube? ¿Cuándo dejó de ser parte de mí?), ni los Bog Babies, ni Roma, ni la mujer-primavera de Botticelli, ni a Sofia Coppola, ni mi propio pase para la Fábrica de Chocolate de Willy Wonka, ni un poco de Moloko Plus (y su ultraviolencia), ni los Campos de Fresas, ni la Bauhaus, ni Audrey, ni Skunkfunk, ni dibujitos japoneses mancunians, ni pido silencio en varios idiomas, ni me miran caras amigas desde una pared.
Sólo tengo flores de papel, un cerdito-llavero y una rasta.
Ni entradas de conciertos maravillosos, ni imanes del Tate, ni luces rojas, ni collares, ni pequeños tesoros.

Mi vida, de nuevo, está en cajas.
Me mudo.
Dejó atrás tres años, siete personas, dos rupturas, tres relaciones, algunas noches locas, visitas de amigos, cenas, llantos, risas, libros, fotos, calor, frío, lluvia, apuntes, responsabilidades, conversaciones, cuentas y teléfonos.

No me siento liberada. No me siento feliz. Ya no tengo miedo.
Ahora estoy en ninguna parte. Ni acá, ni allá ni acuyá.
De todas partes tiran de mí y me tambaleo todo el tiempo.
Tengo todo un verano para acostumbrarme. Todo un verano para revisar cajas y decidir qué sigue formando parte de mí, qué vuelve conmigo a Sevilla, qué se queda en un rincón. Todo un verano para replantear prioridades, para pensar en los cambios que tengo que hacer si quiero ser un poco más feliz el año que viene, para ver cuánto tiempo que queda en Sevilla y cuál va a ser mi destino (que no Destino).
Todo un verano para centrarme, juntar las piezas, dejar de ser de chicle.
Y todo empieza y termina con un viaje.

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