27.10.08

Isabel Coixet.

Ocurre después de la comida. Tras el tortel, el café, el carajillo. Al mismo tiempo que una brutal somnolencia hace su aparición, cuando las conversaciones llegan a un callejón sin salida y se apagan hasta los rumores de la casa de al lado, esa donde hay un bebé que nunca acaba de crecer. Llega de pronto, como una niebla espesa, más espesa que el humo del tabaco y los puros, y se aposenta encima de la mesa del comedor, en la que ya no caben más migas ni restos de comida, como un batracio satisfecho a partir de las cinco de la tarde, justo cuando uno está pensando en tomar otro café. Es la tristeza del domingo por la tarde, ese estado entre la melancolía y la pura pena que ataca a todo bicho viviente entre los tres y los noventa y tres años. Ese estado que condujo a Proust a meterse en la cama y a no querer salir por más magdalenas y té que Céleste le trajera. Esa extraña congoja que empuja a mucha gente a invertir los patrones del tiempo y a intentar con desesperación prorrogar el sábado hasta el martes y a poblar los after que abren el domingo al mediodía. Esa mezcla de vagos recuerdos de infancia llenos de relamidas voces de locutores deportivos y horribles sintonías que llenaban el patio de vecinos y cuadernos escolares con deberes a medio hacer y la sensación de empezar todo de nuevo y el miedo a que nuestros amigos del viernes hubieran formado otras alianzas durante el fin de semana y ya no nos «ajuntaran» el lunes, y el miedo, también, a que la señorita se hubiera olvidado nuestros nombres.
Domingos por la tarde en ciudades desconocidas, en hoteles con moquetas imposibles y habitaciones con baños color marrón que te empujan a pasear por bulevares vacíos con tiendas cerradas y gente que bebe sola en cafés a punto de cerrar.
Domingos de adolescencia a la salida de la Filmoteca, después de ver una película de Bergman (que en sus memorias hace varias referencias a la tristeza suprema del domingo por la tarde) que nos zarandeaba hasta la médula y que nos empujaba a partes iguales hacia el deseo de hacer cine y hacia el cementerio.
Domingos de invierno en una estación de metro en Brooklyn, donde un hombre negro alto como un jugador de baloncesto empezó de pronto a darse cabezazos contra una columna de hierro hasta abrirse la cabeza mientras aullaba: «Odio los domingos, Dios, cómo odio los domingos», mientras la gente, desde el andén de enfrente, chillaba: « Sí, hermano, ¿y quién no?». (Las huellas de la sangre quedaron durante mucho tiempo en esa columna)
Y, sin embargo, hasta la tristeza del domingo por la tarde tiene cosas buenas. Conozco parejas que se han conocido compartiendo ese miedo a la tarde del domingo. Conozco gente que empieza una novela siempre en domingo. Otros, durante el rodaje de una película, deciden empezar a rodar justamente en ese momento, dado que, a efectos de la complicada contabilidad ancestral del departamento de producción, cuenta como lunes.
Existen también personas que dicen no sentir nada especial esa tarde, que afirman que, a ellos, lo que de verdad les deprime es el miércoles por la tarde, o el jueves por la mañana. Pero es sabido que hay gente que haría cualquier cosa por ser diferente de los demás, hasta fingir una alegría que no sienten un domingo por la tarde.


..........................................Domingos por la tarde

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