3.4.09

Jonathan Tropper.

No hacía más de un mes que salíamos en serio, y la cosa ya había tomado vida propia: largas e íntimas conversaciones al teléfono que se iba apagando en susurros a medida que iba oscureciendo, rosas y flores, y bonitos correos electrónicos en el trabajo, dándonos el lote durante horas en su coche antes de que ella se fuera a casa.
  Los días que salíamos, Hailey iba al trabajo en coche en lugar de tomar el Metro-North, supuestamente porque no quería coger el tren tan tarde. Pero el coche, aparcado junto a la boca de incendios que quedaba enfrente de mi edificio, se convirtió en el lugar perfecto para nuestras interminables buenas noches; mucho más cómodo que meternos mano en el hueco de mi escalera que, además de estar muy mal aislado, olía a pies y a leche agria. Yo no podía recordar la última vez que me había pasado tanto tiempo sólo besando a alguien. Siempre había tenido la impresión de que cualquier besuqueo que no pasara a los preliminares y se despelotara en diez minutos acababa en naufragio por falta de un rumbo fijo. Pero Hailey y yo podíamos tirarnos horas, hasta tener los labios hinchados y agrietados, la lengua entumecida y la mandíbula trabada. Y después, yo subía a mi apartamento para ponerme cubitos de hielo en las pelotas doloridas, con su sabor deliciosamente alojado en el fondo de mi garganta reseca, su aroma aspirado con tal pasión que me subía a la cabeza, justo detrás de los ojos, como una explosión de lavanda. La verdad es que parecía algo infantil, un hombre de mi edad sin llegar apenas a la segunda fase, pero también había en ello algo indiscutiblemente excitante. Y aunque sabíamos que el sexo era algo inevitable, que era el motor que impulsaba todo el proceso, el hecho de estar saliendo con una madre soltera me hacía sentir especialmente responsable de introducir ese factor en la relación antes de saber si quería comprometerme. Además, ella era una mujer muy guapa que había estado con el tipo de hombres que suelen acostarse con mujeres guapas y, sinceramente, yo tenía miedo de no dar la talla.
  Pero la calentura innata que todos llevamos dentro siempre se acaba imponiendo, y muy pronto acabamos desnudos y sudados en mi cama, dando rienda suelta a todo un mes de deseo contenido en una sesión salvaje y sin precedentes que no dejó piedra sobre piedra en la cantera del sexo. Cuando finalmente terminamos, nos tumbamos inmóviles y jadeantes, uno junto al otro, en lo que quedaba de mis sábanas, mientras el sudor se enfriaba y se secaba sobre nuestra piel, como dos soldados heridos abandonados en el campo de batalla.
  -Oh, Dios mío -dijo Hailey con un ligero bufido, con los ojos muy abiertos e incrédulos, en la tenue luz de mi habitación.
  -¿Cómo podías imaginarlo? -coincidí.
  -Bueno, yo tenía mis sospechas -dijo ella, girando la cabeza para lamerme el sudor del cuello.
  La busqué con las manos y ella rodó hasta mí con soltura, colocó su muslo sobre el mío y dejó reposar la cabeza sobre mi pecho.
  -Encajamos perfectamente -dijo ella, y mientras le besaba el cabello, sentí cómo las lágrimas acudían inexplicablemente a mis ojos. Yo sabía, porque había estado en el otro lado, que llorar después de hacerlo puede ser una mala señal. Así que cerré los ojos y esperé que Hailey no alzara la vista. Ella pareció darse cuenta, pero en lugar de interrogarme, apretó sus labios contra mi pecho y dejó reposar su mano abierta sobre la línea de vello que marcaba el ecuador de mi estómago. Y después de un minuto dijo:
  -¿Estás bien?
  -Sólo estoy un poco más enamorado de lo que creía -dije, sorprendiéndonos a los dos. Primero las lágrimas y ahora esto. Casi podía sentir cómo la testosterona se me evaporaba por los poros.
  Ella hizo un gesto de comprensión y me volvió a besar el pecho de una forma que me hizo temblar.
  -No dejes que eso te asuste.
  -Sólo si tú tampoco lo haces.
Me miró con una amplia sonrisa.
  -Después de lo que me hizo pasar Jim, haría falta mucho para asustarme.
  -¿Te apetece explicármelo?
Ella acomodó la cabeza en el hueco de mi codo.
  -Nuestra historia empieza con una bola de vello púbico en la papelera -recitó suavemente, como Alistair Cooke.
  -Como suelen hacerlo este tipo de historias -dije yo, y ella me dio un empujoncito juguetón, y los dos reímos. Y fue fantástico.

Mi vida sin Hailey

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