6.10.09

Un día, cuando era chica, sonó el teléfono mientras desayunábamos antes de irnos al colegio.
Atendió mi mamá.
Se sentó en una silla al lado del teléfono (no sé de dónde salió esa silla). Estaba la lámpara de pie encendida. Le había sacado el volúmen a la televisión.
Supe que estaba llorando, aunque no sabía por qué.
Mi tío Eduardo se había muerto esa madrugada. Tenía diabetes, había pasado la noche en coma y había muerto.
Mi tío Eduardo no era hermano de mi papá ni de mi mamá. Era un amigo de ellos de la adolescencia. Pero como no tenemos muchos tíos, siempre adoptamos a sus amigos como tales.
Era el padrino de mi hermano. Contador (o contable), tenía unos libros enormes y pesados que, como no usaba, le regaló a mi mamá para prensar flores secas.
Llegaba siempre tarde. Siempre. Ni una sola vez llegó temprano a algo. Pero cuando venía te descubría debajo de una mesa y te regalaba un vestido precioso, así que lo perdonabas por llegar tarde a tu cumpleaños.
Un día llegó a casa con una bolsa llena de chupetes de plástico, esos que se llevaban cuando yo tenía 7 u 8 años. Todavía tenemos chupetes de esos entre nuestras cosas.
Lo llamaban Turco. Nunca me quedó claro si era judío o no. Durante años vivió en un piso muy pequeño del que yo no guardo ningún recuerdo.
Un día conoció a Susan, y se mudaron a un piso enorme relativamente cerca de Plaza de Mayo. Susan tenía un hijo, Sebastián. Como ya había un Sebastián en nuestra vida, lo llamamos Sebastián Elías.
Nos quedamos a dormir varias veces en su casa. Sebastián Elías tenía una habitación con entrepiso, donde guardaba sus juguetes e historietas de Calimero. Mi tío Eduardo y él se llevaban muy bien, y tenían el mismo sentido del humor.
Había una foto de ellos dos con un calzoncillo en la cabeza en la habitación de Sebastián Elías.

Siempre sonreía. Siempre siempre. Hacía bromas que se pensaba que nosotros no entendíamos. Se disfrazaba para jugar al Trivial. Nos pinchaba con la barba al besarnos.

Todos los domingos me toca limpiar el mueble de las fotos. Lo suelo hacer en piloto automático.
Pero esta semana me fijé en una foto. Mi tío Eduardo sosteniendo a mi hermano de bebé.
Los dos sonrientes. Los dos redondos.
Entonces me di cuenta de que yo soy afortunada.
Yo lo recuerdo.
Mi hermano probablemente no. Tenía 4 o 5 años cuando murió.
Lo único que tiene suyo es esa foto y una cinta del contestador que mi mamá guardó para él.
Mi tío Eduardo, dejándonos un mensaje intrascendental, que ahora nadie se atreve a tirar.

3 comentarios:

  1. Buf, querida, lo de los mensajes intrascendentes en contestadores que somos incapaces de borrar (o siquiera escuchar) me suena mucho.

    Besote gordo (gracias por tu preocupacion one more tiiiime)

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