Tuve una infancia feliz.
Pero no "feliz", sino feliz.
No tenía celos de mi hermano. Eso empezó más tarde, bastante más tarde, cuando tomé consciencia de que siempre iba a tener que ser más responsable que él, ser responsable por él. Y ahí empecé a pegarle patadas y pegarle sin que mi mamá se enterase.
Pero hasta ese momento todo iba bien: lo quería, lo cuidaba, lo dormía, lo curaba. (Mi hermano descubrió este verano de qué era una cicatriz que tiene en la rodilla, cuando le conté la historia de cómo lo curé sin saber muy bien como, sin llegar a donde se guardaba el alcohol, sin saber qué hacer para que no llorara, pero eso es otra historia).
No estaba enamorada de mi papá, ni de mi mamá. Los admiraba. Porque mi papá era alto y fuerte, y podía hacer lo que quisiera, y tenía una caja llena de grillos; y porque mi mamá sabía dibujar palomas y círculos, hablaba inglés, cantaba muy bien y nos hacía títeres con cajas de cartón.
Nunca tuve miedo, salvo de algunas pesadillas con luchadores de sumo y atarme los cordones. Nunca temí a nadie. Nunca me impusieron nada. Siempre me explicaron por qué no.
Por eso cuando me dicen que odiar al hermano es normal, que la infancia es sufrimiento, que superar el Complejo de Edipo es lo que te hace adulto, me pregunto ¿hay algo malo en mí?
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