Intenté refrenarme, dejar de publicar intimidades, dejar de dar munición, dejar de preocupar al personal, dejar de mostrar.
Pero no puedo.
Hace unas semanas me preguntaron a quién había que creerle, a la que escribe acá o a la que habla fuera. Es como preguntarse a qué parte del perro hay que hacer caso: a los ladridos o a la cola moviéndose.
A las dos. La respuesta es a las dos.
Y en estas semanas pasaron cosas, claro que pasaron cosas.
Tuve conversaciones importantes.
Trabajé en proyectos que me gustan.
Dormí muchas noches fuera de casa.
Tuve un aniversario. Un año desde la primera vez que vi los ojos transparentes de Chicomar mirándome desde el andén de la estación de autobuses, yo con camiseta y uñas rojas, él con su camiseta de los Thundercats.
Es increíble lo rápido que pasa el tiempo. Pero, sobretodo, lo mucho que cambié desde ese día.
Releí los mensajes que nos mandamos el día antes de que fuese y en el viaje de vuelta, y volví a oler el olor a azahar y a sentir el calor de la vuelta, a las 9 de la mañana. Y también lo vacía que me sentí al entrar en mi habitación, al mirarme los moretones y rasguños en el espejo, al oler el salitre que todavía llevaba en la piel, y al ducharme y eliminar todo rastro de él de mi cuerpo.
Como lloré esos días. Como lloré en los meses siguientes. Como me imaginaba su cuerpo cada noche detrás del mío.
Y acá estamos, un año después. Tan distintos. Tan distinto.
Mis planes para el año que viene se arruinaron. Es muy probable que me quede donde estoy. Y eso no es tan malo. De no ser porque ya me había hecho ilusiones y había imaginado mi vida allá. Cerca de él y de ellos. Cerca de mis raíces más próximas. En un sitio donde estoy realmente cómoda, por primera vez en bastante tiempo.
Ahora tengo que pensar un nuevo futuro, y eso se complica. Un nuevo sitio donde vivir, nuevos compañeros de piso... y decidir qué hago con lo que ya tengo.
No duermo sola. Y en menos de dos meses me lancé a una especie de relación demasiado cercana, demasiado pegada, demasiado asfixiante... con la que estoy extrañamente cómoda.
Nos vemos todos los días y eso no es un problema. No era un problema. No al menos mientras pensaba que tenía fecha de caducidad, hasta que supe que iba a estar acá el año que viene.
Porque ahora ya no sé. No quiero cometer más errores, no con él. No quiero que se transforme en otro EDM. No quiero hacerle daño, ni quiero perder la vida que tuve hasta ahora.
Estoy bien. Bien con él. Pero no con la situación. Eso de que todos nos consideren un pack, de poner incómodos a amigos comunes, de no cumplir ninguna responsabilidad porque esa cama nos absorbe, de no relacionarme con mis compañeras de piso y que me odien más de lo normal.
Y su cara al besarme. Y su manía de tener detallitos como regalarme una varita mágica, o escribirme en un documento de Word por qué me regala cada canción que me regala, o preocuparse de más cuando estoy un poco triste, o acariciarme hasta que me vuelva a dormir aunque él ya no tenga sueño, y dormirse conmigo cuando le digo que si él no duerme yo tampoco.
Todas esas cosas que me hacen sospechar que realmente no sabe dónde se metió, que me hacen creer que tiene esperanza de terminar felices y comer perdices, y eso no va a pasar, porque nunca pasa, y menos conmigo. Pero me desconcierta lo poco que le preocupan ciertas tendencias mías, ciertos mensajes y comentarios y acciones. Lo poco que le parece importar mis sentimientos hacia otras personas y cosas que me alejan o alejarán de él.
Todo pasa ahora. Todo pasa en este momento, porque la vida pasa siempre.
Pero necesito hacer un parón, poder pensar con claridad, decidir qué hacer con mi vida y con mi corazón. Fuera de esta ciudad, de estos amigos, de estas responsabilidades, de este dejarse llevar que me tortura desde hace años.
Necesito volver a mí.
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