Nos despertamos. Son las once de la mañana de un domingo cualquiera. El sol tiñe mi habitación de naranja, o quizás es el reflejo de la luz en mis sábanas.
Dormidos todavía, nos besamos. Nos vamos despertando mutuamente, lentamente, porque es domingo y por primera vez en muchísimo tiempo, nadie nos espera a ninguna hora.
Damos vueltas y vueltas, hablamos y nos reímos, y el mundo puede desaparecer que no nos enteraremos.
De a poco volvemos a dormirnos, porque no hay nada mejor que hacer, nada más que nosotros y la cama y mi habitación.
Dormimos entrelazados, hasta que tengo demasiado calor y me giro. Él se gira conmigo, y cuando retiro el pelo de la almohada para que no le moleste me da besos en la espalda y la nuca, y yo estoy segura de que sigue dormido.
Nos volvemos a despertar, y esta vez son casi las cuatro y nos repetimos que nos tenemos que levantar, que ya es hora, que tenemos que comer, pero la cama y nuestros cuerpos nos lo impiden y ahí seguimos, enredados.
A veces perder el tiempo es la mejor manera de ganarlo.
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