Cuando se despertó, ya estaba ahí.
No era un dinosaurio, como cualquiera supondría.
Era de nuevo eso. Esa especie de pesadez en la planta de los pies, ese pinchazo
debajo de la costilla flotante derecha.
Salió de la cama y supo lo que pasaba.
Era una de esas mañanas en las que no le daría tiempo a desayunar, viajaría
aplastada entre viejas que se creen mejor que ella y probablemente llegaría tarde. La
cosa no terminaría ahí, no: tendría que aguantar horas interminables de cháchara sin
sentido y probablemente algún documental de esos que no sabés si matarte, matar al
profesor o entrar en furia berserker y acabar con toda la clase. Seguro que llovería.
Tendría que pasarse los ratos muertos mirando las gotas, y las nubes, y las trombas
de agua. Sin paraguas, claro. Aparecería algo a último momento y llegaría a casa a las
17, famélica, chorreando y después de haber metido el pie hasta el tobillo en un
charco de agua turbia. Todo para encontrarse con que volvió a entrar agua en su
habitación (con la ventana cerrada, por supuesto) y que se acabó la bombona: adiós
comida rica y ducha calentita. Intentaría estudiar, pero estaría tan cansada que se
quedaría dormida y se sentiría culpable el resto de la tarde. Para cuando lleguen las
21, sólo querría meterse en la cama y arroparse la cabeza con una manta.
Entonces le llegó ese mensaje. Y sonrió.
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