16.8.10

No es un adiós, sino un hasta luego.

Mi primer día de clases en España es un borrón. Incluso a la semana no podía recordar más que fragmentos.
Sé que la gente me miraba al hablar, y me miraba los pantalones insistentemente (en Argentina ya no se usaban los pantalones de campana y mis vaqueros eran rectos).
Recuerdo a una chica toda vestida de rosa ("Mini-María", dijeron mis nuevas amigas al unísono cuando se los conté), otra chica que me trajo una silla (la siempre amable Cristina) y unos chicos que creía que eran mellizos pero que ahora los miro y no se parecen en nada.
Y lo que más claramente recuerdo fue mi última hora de clase. Educación Física. Yo no sabía mi horario, así que no llevaba ropa adecuada para hacer deporte (odio la ropa adecuada para hacer deporte). Miguel, nuestro profesor, me sentó con los que tampoco podían hacer deporte: Raquel, que tenía las cervicales lastimadas, y Kike, que se había torcido la muñeca esquiando la semana anterior.
Me senté con ellos en el suelo, al lado del aro de baloncesto. Raquel me hacía preguntas, mientras Kike escuchaba y dibujaba.
Kike era una masa de rizos castaños, unas gafas increíblemente gordas y deformes y un jersey azul que tendría durante años. Así lo recuerdo ese día. Rizos, gafas, y mucho azul.

A los dos meses, la rotación de compañeros de banco hizo que me sentara con Kike durante los dos últimos meses de clases. No hablábamos demasiado. Veíamos graffitis por internet, nos reíamos de nuestro profesor de Lengua, nos enterábamos un poco de la vida del otro.
Un día llegué a clase, fui a mi sitio y había un chico sentado ahí. Lo volví a mirar y no era un chico, era Kike, pero sin su maravillosa pelambrera rizada. Fue raro acostumbrarse, pero al final...

Los años pasaron. Nos hicimos amigos, salimos por la noche, jugamos a rol, nos contamos vida y obra, nos fuimos a estudiar a la misma ciudad, nos liamos, nos enamoramos, hicimos vida en común, cocinó para mí, las cosas se pusieron feas, me dejó, me rompió el corazón, escribí todo lo que tenía que escribir sobre él, nos seguimos viendo, siguió siendo la persona que me calmaba cuando todo iba mal, después ya no, me invitó a tarta y charlas en su piso, estuvo ahí a la distancia y un día me enteré de que se iba a México durante un año.

Y no pude estar más feliz por él. Es una persona que va a llegar lejos, y es una persona que aprovecha al máximo cada oportunidad. Se lo merece más que nadie.
Pero en parte también siento que es mi hijito, y que México está muy lejos y que lo conozco lo suficientemente bien como para saber que no querrá volver cuando llegue el momento.

Hace dos días vino a despedirse de mí. Y cuando entró por la puerta, ahí estaban: sus rizos habían vuelto. Se dejó crecer el pelo de nuevo, y volvió a ser mi Kike de 16 años.
Hace tiempo que cambió las gafas por unas nuevas, unas que no le hacen los ojos de rana que tanto me gustaban y tanta ternura me provocaban.
Hace tiempo que ya no tiene 16 años.
Hace tiempo que ya no dibuja lo que antes dibujaba: lo suyo ahora son los edificios.
Hace tiempo que dejó de ser mío, al menos como lo era cuando tenía 16 o 18.
Pero durante 20 minutos, mientras miraba sus rizos nuevos, volvió a ser el chico que me ignoró y no me agobió el primer día de clases, mi compañero de banco, mi amigo.
Él, con sus gafas y sus rizos.

Él, que ahora mismo está en México.
Él, al que vi salir por la puerta con una sonrisa en la cara, mientras decía "Nos vemos en un año" y mi corazón se encogía un poquito.
Él.

3 comentarios:

  1. Qué bello, ana¡

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  2. Que bonito cuando uno logra diferenciar los sentimientos =) . Sin dejar de querer. Me gustó mucho , y me parece una historia contada de lo que algún día pronto viviré.

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  3. Por cierto . Saludos , bonito blog =)

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