No soy nómada. No soy viajera. No soy trotamundos.
Que me haya visto obligada a emigrar no significa nada. Si fuese una
elección, quizás la haría. Pero nunca lo fue.
Esta no tendría por qué ser mi vida. El desarraigo permanente, el volver
a empezar cada pocos años. El no poder relajarme nunca. El tener que
dejar mi casa y mi familia una y otra vez.
Yo creo hogares, hago nidos.
Ciudadana del mundo siempre fue un eufemismo para no pertenecer. A ninguna parte. A nada.
A los 16 años perdí todo (y no, "la gente siempre
está" no es así. Lo sabés cuando hace años que no hablas con tu
único primo porque no tienen nada que decirse, cuando tu abuelo te
despacha rápido por teléfono porque sos una desconocida, cuando hace
años que sólo sabés qué es de la vida de tus mejores amigos de la
adolescencia a través de Facebook, con suerte)
A los 18, me fui a estudiar a Sevilla. El cambio fue menos radical, aunque las cosas no volvieron a ser igual.
A los 24 pasé un año en Manchester, y me alejé de todos.
A los 25 me mudé a Edimburgo, y tardé un año en hacer amigos.
A los 28 me estoy mudando a Bristol, y ya no le veo el sentido a crearse
una vida acá, sabiendo que en los próximos dos años (o uno, o tres) toca volver a empezar.
¿Cómo hacer amigos sabiendo que, una vez más, vas a tener que despedirte?
¿Cómo no hacerlos, sin saber hasta cuándo vas a estar en un lugar?
Soy temporal.
Y no puedo. Me niego. Me niego a seguir dejando gente atrás, a tener que
despedirme de todo y todos, al llanto intermitente durante las semanas
previas a cada mudanza, al volver a empezar como si esta sí, esta es la
definitiva.
Porque no lo es. Nunca lo es.
Y yo ya perdí demasiado como para seguir intentándolo