Y ahí estábamos, caminando por unos acantilados preciosos en una escapada de último momento que él propuso, cuando me dijo que nos sentáramos un rato.
Y ahí fue cuando me dí cuenta de que la situación se salió totalmente de mi control.
Porque durante unos cinco segundos, pensé (de manera estúpida, ingenua y de haber visto mucha televisión) que me iba a pedir que me casara con él. Que había planeado todo el fin de semana, y el paseo, y los acantilados y el sentarse para poder darme algo que recordar, algo mejor que lo que mi mamá tuvo con mi papá (una esquina y un autobús).
Y sabía que era imposible y que era una tontería y que no iba a pasar, y a la vez tenía la esperanza y sabía mi respuesta.
Porque ya no hay vuelta atrás.