Antes tenía placeres simples, pequeños.
Antes, mucho antes, eran cosas como ir a comer pizza y mirar escaparates con mi mejor amiga una vez por mes. Solía incluir helado en el McDonalds y un sitio cuyo nombre llevo cerca de un año intentando recordar, que vendían a porciones una de las pizzas más picantes que probé nunca.
Antes, más o menos por la misma época, comprar una mandarina e irmela comiendo de camino al IVA era el colmo de la felicidad. O facturas. Una vez fue un tomate. Comer y caminar y el olor a mandarina que me seguía a lo largo de todo el día. Cuando todavía las mandarinas estaban en la estación correcta para mí.
Antes, pero un poco después, empezó a ser ir a la sierra con una amiga a escuchar a la (horrible y desafinada) Banda de Trompetas y Tambores de mi pueblo tocar. No íbamos a eso, pero lo terminábamos haciendo.
Era la misma época de las noches de verano interminables, de acostarse borracha en el suelo a ver las estrellas, del alcohol y los besos y las pocas consecuencias. De ir de excursión y traducir cosas del latín, y de traducirles a otros cosas del latín y sentirse importante, poderosa, conectada con algo por eso.
Después, pero aún antes, fueron los paseos por la ciudad más bonita del mundo para hacer fotos, las tradiciones anuales de picnic, las sesiones de fotos temáticas y con motivo, y las sesiones de fotos espontáneas que terminaban conmigo columpiándome medio desnuda en el jardín infantil de abajo de mi casa. Los caminos con música, mirando el agua. Los videos para clase, los trabajos, la creatividad, el no poder dormir porque la energía no me dejaba. El verme reflejada en un cristal y sentir que esa era yo, con el pelo y los ojos y la energía que salía por cada poro. Las tardes de estudio en verano, medio desnuda en la habitación en la que me sentía reina. Las conquistas sexuales, las conquistas amorosas, el tener siempre algo que contar, el sentir que podía, que era, que crecía con las relaciones sentimentales, con las relaciones personales, con las relaciones profesionales. El ser feliz con cosas básicas como caminar por al lado de la Catedral. El decidir hoy que hoy a la noche me cruzaba el país porque había conocido al posible futuro amor de mi vida (y en muchas maneras, no estaba equivocada).
Ahora soy otra. De esa época, de esas épocas, sólo me quedan cosas. La sensación que me produce el que me huelan las manos a mandarinas. Miles de fotos. Amigos para siempre. El calor sevillano. El olor de los azahares y la dama de noche al volver a casa. Las estrellas enormes e infinitas encima de mi casa en verano. La necesidad de hacer fotos. Las historias descabelladas de aquella vez en la que... El reflejo de lo que era en lo que la gente que me conoció en esa época piensa de mí, piensa que soy.
Ahora tengo un trabajo de verdad que no me deja tiempo para explorar(me). Tengo facturas que pagar, un piso que mantener, un futuro en el que pensar. Una relación estable que intento con todas mis fuerzas no sabotear (y no siempre lo consigo). Los mismos amigos, pero más lejos y más distanciados.
Ahora tengo miedo. Miedo de equivocarme, de arriesgarme, de dejar mi trabajo para intentar hacer algo con el título que conseguí por pasión. Miedo de volver a empezar, porque ya lo hice demasiadas veces.
Ahora estoy estancada. Ahora no tengo claro quién soy. Sé que no soy esa chica de pelo infinito y mirada eléctrica, porque no hay nada eléctrico en mí.
Puedo escuchar a Chicomar diciéndome que puedo, que puedo salir y puedo hacer, y que soy la caña, y encantadora y todas esas cosas que llego a creer cuando él me las dice. Porque no busca nada, porque siempre me conoció mejor que yo misma, porque quizás sí.
Pero no sé por dónde empezar. No sé cómo. No sé si puedo volver a ser esa. A vivir la vida de a pequeños momentos.
Porque tengo 26 años y nunca me sentí más insegura que ahora. Nunca quise con más miedo. Nunca me arriesgué tan poco. Nunca me sentí tan perdida. Nunca tuve tantas ganas de llorar sin motivo.
Porque tengo 26 años y no sé cómo volver a casa.