Lo conocí cuando tenía 16 años.
Padre de un compañero mío del IVA, era nuestro acompañante en nuestro viaje de fin de curso.
Nosotros nos quedábamos en carpas/tiendas de acampada, mientras que él, a sus 45 años largos (probablemente 50), se quedaba en un bungalow, donde todos nos duchábamos haciendo turnos.
Él, sentado a la mesa de la cocina, escribía en su portátil. Nosotros esperábamos a que los demás terminasen.
Un día, mientras esperaba a una amiga, decidí agarrar el libro que estaba encima de una pila de libros que había sobre la mesa. La prisión de Cronos.
Dijo que era la primera que agarraba un libro. Y así empezó todo.
Estuvimos cuatro horas hablando de libros, escritura, mi futuro viaje a España, la vida. Me mostró cosas que escribía. Me hizo sentir bien conmigo misma, adulta, interesante.
Me prestó el libro, me invitó a una cerveza, me hizo partícipe de su mundo.
Cuando se fue, me dejó el libro y su dirección de mail para devolvérselo.
Quedamos en la cafetería Homero Manzi. Él, tanguero, no podía haber elegido un lugar mejor.
Llegué sintiéndome rara. Pero una vez ahí lo supe. Había algo entre nosotros, algo que iba más allá de edades y cuerpos, algo que nos conectaba y nos hacía sentir en sintonía.
Simplemente encajábamos.
Apostó conmigo que iba a escuchar un tango en menos de un año, por nostalgia. Si yo ganaba, me regalaba La prisión de Cronos. Gané, pero nunca recogí mi premio.
Durante un año y medio nos escribimos e-mails.
E-mails donde le contaba mi adaptación a este extraño país al que ahora considero mío, mis amoríos y aventuras. Él me hablaba de su ex mujer, sus amores, sus hijos, su primera nieta.
Hablábamos de la vida, del amor, de la filosofía. Me mandaba textos, propios y ajenos, me recomendaba libros, me mostraba pedazos de lo que él era y de lo que yo, casi sin darme cuenta, me he terminado convirtiendo.
Él creía en el amor sin ataduras, en la honestidad como la única fidelidad, en disfrutar a cada paso.
Decía que yo no debería existir pero existía, que era una cosa que lo atraía y que por eso me temía, decía que me daría todo lo que quisiera, que se entregaría si era lo que quería, decía que vivía dentro de él para siempre. Me besaba con palabras, con intenciones.
Me llamaba hermosa, divina, preciosa. Me veía llena de vida, florecida, maravillosa.
Decía “me gustaría jugar con vos, como si fuéramos chicos los dos, muy chicos. Me gustaría tener días totalmente abandonados, sin ocupaciones, en una casa llena de piezas y con un parque grande, sin nadie más. Con comida de sobra, sin teléfono, una video grabadora, una TV, una filmadora, y sin órdenes, ni tareas de ningún tipo, sin relojes, dedicados sólo a jugar sin límites, sin saber del mañana, ni hablar del pasado, inventado un presente sin utilidades, ni presupuestos.”
Yo quería todo eso. Quería y a la vez no. Quería pero me daba miedo. Me daban miedo los prejuicios, las edades, las familias, las expectativas. Yo me dejaba querer.
Con el tiempo dejé de responder. Con el tiempo dejó de escribir.
Así, el 23 de julio del 2006 recibí un e-mail desde su dirección.
Otra persona, escribiendo en su lugar, hablaba de un legado, de un blog con sus textos, de no haber tenido tiempo de terminar proyectos, de una herencia.
Humbert me había dejado. Pero yo lo había abandonado mucho antes.
De él me quedan textos y recomendaciones, recuerdos y conversaciones, notas garabateadas del libro que me prestó, una servilleta de un bar y una manera de vivir que todavía no me atrevo a poner en práctica.
Él, en algún lugar, tiene un marcapáginas con mi dedicatoria y un libro que me pertenece.
Hoy volví a escribirle. “Te extraño”.